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Todo concluye al fin: qué hacer cuando termina una serie

Crónica en primera persona de quien dejaba de lado las series y hoy no puede vivir sin ellas.

Durante mucho tiempo me negué a ver series. No recuerdo exactamente el origen de esta decisión, es decir, cuál fue la primera que rechacé aún antes de prender el televisor y buscarla en el cable (la única certeza es que fue por los lejanos años noventa) y a qué motivo respondía.

Con el paso de los años aquella determinación se fue convirtiendo, prácticamente, en una declaración de principios. En esta instancia, la razón ya era más que clara; por lo tanto, cada vez que alguien me recomendaba una serie, yo retrucaba: "¿qué sentido tiene consumir eso cuando hay tantas películas para ver"?

La respuesta, vista con los ojos del presente, es doblemente ridícula. En primer lugar, porque al adoptar la forma retórica dejaba traslucir cierta soberbia, una de las actitudes más repudiables que puedan existir en cualquier discusión. Y por otro lado, porque para criticar el mundo de las series necesitaba refugiarme en mi orgullo cinéfilo. Mi método para desacreditarlas implicaba, insólitamente, no adentrarme nunca en su terreno. En pocas palabras, sentía que ver una serie era traicionar al cine.

Breaking Bad
Breaking Bad

Hace unos años todo cambió. La irrupción e inmediata multiplicación de plataformas de streaming para ver películas y -principalmente- series produjo una verdadera revolución audiovisual. Ante tanta oferta de contenidos, no hice más que sucumbir. Pronto me vi en el sillón de casa, frente al televisor, devorando series sin culpa, envuelto en sus historias, asimilando su estructura narrativa, celebrando su valor estético. Me había liberado de un viejo prejuicio; el cine ya no era mi único amor.

La primera serie que vi fue Tiempo libre, en UN3TV, la plataforma de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF). Dirigida y protagonizada por Martín Piroyansky, es un falso reality sobre la vida del joven actor mientras está desempleado y convive con su novia. Después, ya con Netflix, fue el turno de los pesos pesados: Breaking Bad, House of Cards y la mejor de todas, Mad Men. El día que terminé de ver ésta última, la tristeza se apoderó de mí y ya no fui el mismo. A partir de ese momento entré en lo que podría definirse como una "depresión post-serie"; tras involucrarme durante siete temporadas en las andanzas y miserias del publicista Don Draper y sus compañeros de trabajo, sentí un enorme vacío. Esa sensación, que persistió por un par de semanas, inauguró una nueva etapa en mi condición de espectador. Desde ese día fui consciente de que una serie podía conmoverme hasta límites insospechados y, sobre todo, que debía lidiar con su final.

¿Qué hacer con ese "después"? Terminar una historia que te movilizó implica, ciertamente, iniciar un duelo. La analogía con las relaciones humanas se hace evidente.

Merli
Merli

Hace poco vi Merlí, la exitosa serie catalana sobre un profesor de filosofía que fomenta el pensamiento crítico en sus alumnos. A medida que me fui acercando al final, reconocí en mi cuerpo los mismos síntomas generados por Mad Men. Me senté a ver el último capítulo con mi novia, en absoluto silencio y con los músculos tensos. Cuando faltaban unos pocos minutos, sentí el peso del adiós en mi pecho. Terminó la serie y empecé a extrañarla. Hasta que vino a mi memoria la escena final de la película The Truman Show. El personaje encarnado por Jim Carrey descubre que pasó toda su vida dentro de un inmenso estudio de televisión; cada día de su vida había sido registrado por las cámaras y visto por millones de espectadores en todo el mundo. Contrariado pero valeroso, deja el set y gana su libertad. Ante semejante acontecimiento, obviamente, el programa sobre Truman deja de transmitirse. Entonces, dos tipos que trabajan en un estacionamiento y hasta hace segundos miraban por televisión el reality, se preguntan: "¿Qué más hay para ver?". Sin dilaciones, agarran una revista de cable y se ponen a buscar.



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